De La Casa Grande
LLEVO ALOJADA EN EL CORAZÓN
una bala de plata.
La misma que mi madre
no supo disparar.
DE LA CASA GRANDE
solo recuerdo aquel armario blanco
encallado en aquel largo pasillo
como en un río encajonado y pedregoso.
Un útero vacío que no sangrase nunca
y alumbrara por dentro.
En su interior
entre sábanas perfumadas
mantelerías de hilo
y toallas de rizo americano
mamá nos escondía bajo llave
las fotos y las cartas de aquel desconocido.
Canoso y trajeado,
era un hombre elegante
de facciones sureñas
que imantaba mi cuerpo,
lo llenaba de lámparas,
con aquella sonrisa
sonora y reflectante.
Eran fotos de estudio
siempre de medio cuerpo
–su corbata ejemplar,
el chaleco de ante abotonado,
ligeramente abierto–.
Yo entraba en ellas
como en un oleaje sin retorno.
Me imaginaba dentro
de aquella madre
rebosante y eterna
que siempre estaba huyendo.
Me encarnaba en tu piel
me infiltraba en tu sueño de tálamo escindido
de camisón secreto.
Después llegaba él
y yo lo acariciaba
con cada uno de tus dedos
que eran lentos navíos
penetrando aquel hielo.
Él sigue allí
a veces puedo verlo apostado en mi infancia
–cada vez más ajeno–,
mirando hacia el balcón de nuestra casa
mientras un limpiabotas
le lustra los zapatos.
LO VI SOLO UNA VEZ.
Tendría cuatro años.
Sentada en sus rodillas
sentí la claridad
devorando mis manos.
A qué colegio vas
mamá me sonreía,
yo jugaba a escucharos
colmando con azúcar
vuestras tazas vacías.
Acaso fuera él
quien quiso conocerme
(o tal vez fue mamá la que quería).
Un hijo puede ser la prueba irrefutable,
la mejor garantía de haber pasado página.
Voy a hacerte un regalo
y sacó del bolsillo aquel estuche
como un féretro blanco
que brillara en la noche.
Fue mamá quien me quiso
abrochar la pulsera.
Campanitas de plata sonando con mi cuerpo,
tintineo fugaz
que a veces me despierta.
(Cuando nos despedimos
quiso que le besara en la mejilla.
Pero se hacía tarde para volver a casa).
de 18 Ciervas
1
Vi la cierva que el bosque
eligió para mí como encendida
quietud tras el ramaje.
No me atreví a moverme.
Mi corazón cosía sus pedazos
de piel entre las hojas.
Solo un perfil mostraba.
Era un ojo que mira
como un hueso de níspero
flotando en el estanque.
Me habló mientras la nieve
se cubría de pájaros:
—Hay que vivirlo todo—.
Y en su hocico de musgo
temblaba un avispero.
Después,
suspendido ya el tiempo
atrapada en el ámbar del instante
levantó la cabeza
–su tronco moteado,
sus cuatro extremidades–.
Desde entonces
me digo la verdad.
Cada mañana vuelvo
a la senda vacante
por ver si ella me aguarda.
En las horas de insomnio
siento su lengua que me arde
como un alga en la cara.
Ya me vence el cansancio.
Pero si ella regresa,
si la cierva viniera de nuevo a mis oídos
yo les pondría fin
a estas palabras.
NO SOY LA QUE BUSCABAS.
Tampoco eres el hombre
que alguna vez soñé.
Así que ya podemos
amarnos sin certeza
ni linaje,
sin tener que alcanzar los objetivos
los targets de mercado,
haciendo este equilibrio
de cornisa varada
de mascarón de proa
de vértigo
suspendido
en el alambre.
AL RETIRAR LOS MUEBLES DE UNA CASA
el espacio que vemos
nos parece pequeño.
He regresado al piso
donde viví con él veintiocho años.
Nada que nos estorbe.
Hay un peso en el aire
de objetos que no vuelven,
—hologramas sin luz—
mi mano los recorre
y el polvo se levanta.
Atravieso el vestíbulo,
espío a una mujer
que ya no reconoce el eco de sus pasos.
En el patio de luces
las palomas se posan
en la ropa olvidada.
—Mira
cómo se van borrando las estancias
y desfilan los rostros
y los nombres
que una vez conociste—.
Quiénes sois
a qué venís ahora
—Entra en el dormitorio de tu hijo—.
Bajo el dintel están todas sus marcas
de crecimiento.
Cuántas veces
le atusé aquel flequillo con el lápiz
sintiendo la impaciencia
de un cráneo que crecía
y suturaba
las tiernas fontanelas
para saldar su infancia.
Se está haciendo de noche.
—Una casa vacía ya en penumbra
se convierte en un templo—.
Hay una cierva blanca en mitad de la alcoba.
Le pregunto qué busca
me señala el sillón
donde él se arrellanaba.
—Tendrás que recordarlo—.
Hay cal enmohecida y nieve amontonada.
Alguien sigue temblando en los armarios.
Busco
como busqué una vez en otra casa
el cuerpo ya sin vida
de mi padre.
El sexo desvalido
con su sábana intacta
envoltorio que esconde el caramelo
—que jamás te atreviste a descubrir—.
Quizás llegué hasta él
huyendo
de la muerte.
Y ahora quiero decirles
a los nuevos propietarios
que las marcas de un hijo no se venden.
Arrancaré las jambas,
desarmaré pestillos,
me llevaré las tardes en que ordenábamos juguetes
al volver del colegio.
—Hizo falta vaciar toda la casa
para acallar las voces—.
Voy
a cerrar
la puerta.
Rosana Acquaroni (Madrid, 1964)
Rosana Acquaroni es poeta, filóloga hispánica y doctora en Lingüística Aplicada. Ha publicado Del mar bajo los puentes (1988) accésit del Premio Adonais de Poesía; El Jardín Navegable (1990 y reeditado en 2017, Torremozas), escrito con una Beca para la Creación Literaria otorgada por el Ministerio de Cultura; Cartografía sin mundo (1995), galardonado con el Premio de Poesía Cáceres Patrimonio de la Humanidad; Lámparas de arena (2000); Discordia de los dóciles (2011, Olifante); La casa grande (2018, Bartleby Editores), Premio al Mejor Libro del Año en 2019, otorgado por el Gremio de Librerías de Madrid y que recibió, además, una mención especial en los Premios Ondas 2020, por el podcast De eso no se habla, Episodio 1: “Preguntan por ti”: https://deesonosehabla.com/episodios/episodio-1-preguntan-por-ti/ . 18 ciervas (2023, Bartleby Editores) es su último poemario.
Tres cataclismos creativos:
a. ¿Cómo surgen tus poemas? ¿Qué chispazo desencadena el primer verso? ¿Cuál es el primer latido que inicia la vida de un poema?
Surgen de la experiencia vital. Pero no me refiero a los grandes acontecimientos objetivos, sino a esas vivencias inefables, recónditas, que casi son imperceptibles pero que movilizan algo muy profundo. Puede ser una sensación apenas provocada por un detalle nimio del que fuiste testigo… El poeta se fija en esos espacios (reales o imaginarios, incluso vacíos) y los carga de sentido. En 18 ciervas por ejemplo, fue la visita a la cueva de Covalanas. Aparece entonces un hilo muy frágil y a la vez obstinado del que tirar… Así comienza el viaje. El “no saber” de la escritura poética. Es una labor delicada y precisa. Como me dijo una vez Ada Salas, conversando sobre el origen de la creación poética: “es como desenterrar una esquirla de hueso”. No puedo estar más de acuerdo.
b. El libro de la revelación y el camino dice, “la labor de aproximar lo inconsciente a la parte consciente es una tarea que ocupa toda una vida”. ¿Hasta dónde lo logras, quedas alguna vez satisfecho/a? O, lo que es lo mismo, ¿cuándo es el momento de abandonar un poema?
No sé si el verbo más preciso sería “aproximar”. El inconsciente, por definición, no está en ninguna parte. Es el no lugar del enigma. La fuente de la creación artística y el centro, sin duda, del aparato psíquico. No se trata entonces de aproximar a la conciencia sino de dejar brotar, dejar decirse o desdecirse… Es un proceso infinito y abierto. La insatisfacción es otro de los motores para conservar el deseo creativo. Nunca llega ese libro absoluto. Afortunadamente. El momento de abandonar un poema es complejo. Siempre me acuerdo de mi padre, que era pintor, y decía que hay un punto en el proceso de creación en que hay que poner el cuadro contra la pared y dejarlo tiempo porque si no acabas con él. Yo creo que a los poemas también hay que ponerlos contra la pared, no para castigarlos sino para preservarlos del poeta y su -muchas veces- desmesurada y peligrosa necesidad de pulir y corregir. Dejar pasar el tiempo, es fundamental. Por eso no hay que precipitarse en publicar.
c. ¿Qué ecosistemas poéticos o artísticos nos querrías recomendar? Lugares escondidos, secretos u olvidados.
Volver siempre a esos paisajes imaginarios y simbólicos donde la naturaleza cobra otros sentidos y se desencadenan emociones que nos conectan con el origen. La mirada del surrealismo, por ejemplo. Leonora Carrington, Clarice Lispector…
2- Un consejo al/a la poeta que está iniciándose.
Le diría: Sal del poema, no te instales en él. La poesía es siempre más grande que el poeta. Déjate decir y atravesar. Escúchalo en su despertar constelado. Solo así será revelación, vibración en el tiempo y perdurará en tus lectores.