María Ángeles Pérez López

El mamut que conoce su extinción
se rasca y se despeina sin cuidado,
se lame los rasguños y sonríe
por si el día está lleno de alboroto,
e igual sale a buscar cada mañana
el musgo, el junco tierno y sensitivo
con que vencer al hambre o al glaciar.
Después duerme despacio sobre el suelo
y sueña con los hombres que dibujan
su lomo atravesado en una cueva.
Entonces siente miedo, se cobija
en un pliegue dorado por la tarde
y olvida cualquier sombra de dolor
al llegar la mañana, el apetito.
A ratos, omitido de la especie,
como uno más de entre los animales,
aguarda y se trastorna, se incomoda,
sonríe con cariño, tiene crías
y canta contra el miedo en las tormentas.
También yo me levanto, me persigno
y me abrocho la luz contra la boca
para salir al mundo y entenderlo
si mueren las violetas por el frío
y alguien queda tendido en la memoria
del llanto, su columna vertebral.
También yo me acomodo bajo el sol
y sueño con los hombres que dibujan
las lanzas para el lomo del mamut,
la herida de su sangre transparente
manchando las paredes de la cueva
como si yo sangrase junto a él
y al hombre muerto en la comisaría
sobre una piedra roja y encerada.
Pero después el día trae el deseo
y vienen la alegría y el antojo,
las hojas diminutas de coraje
y su apetencia herbívora y feliz
para rumiar el tiempo y digerirlo.

(de La ausente, 2004)

*

Como los elefantes, la mujer
se inquieta ante los huesos de su especie,
mueve nerviosamente la cabeza,
se extravía y tropieza en su dolor.
Los esqueletos largos, mascarones
que arrojaron el mar y el pleistoceno
para dormir, lavados por el agua
hasta volverse láminas de luz,
son una herida abierta y silenciosa
que los grandes mamíferos elevan
con tal delicadeza, con colmillos
en su arabesco y su melancolía.
Porque los elefantes, la mujer,
levantan la osamenta de los suyos
y los acunan con sus grandes dientes,
los mecen con pasión y con trastorno.

Como los elefantes, la mujer
cubre su piel de arena y de termitas,
arroja a sus costillas, su espaldar
la tierra de sus muertos, se recubre
de su aspereza seca, ventolera
o ráfaga de tiempo calcinado 
y canta lentamente una canción
que en su baja frecuencia, solo escuchan
congéneres lejanos, primordiales.

Cuando pinta sus dientes de marfil,
dentina opaca y blanca, romboidal
que prestigia su boca y su alegría,
la mujer talla en ellos la aflicción
preciosa, endurecida como laja
que atraviesa la luz y la somete.

a Esteban Peicovich, por “El otro amor”

(de Atavío y puñal, 2012)

La mujer pinta sus pies de rojo y se descalza.
Bajo su ropa, el cuerpo es transparente
y lo atraviesa el tiempo y sus cristales.
Cuando se mueve ausente de sí misma
y se disuelve blanda en el acopio
del vértigo que trae la atrocidad,
se borran los colores de su cuerpo,
medusa oleaginosa e invisible
que precipita el agua y el dolor
soltando en escorpiones la mañana.
Por eso se rebela contra el blanco,
inventa otro mar rojo y su prodigio,
el corazón abierto y mercurial.

Con la sangre rojísima y alegre
de la barra encendida de carmín
pinta un hígado tierno en el exacto
milimétrico lugar para su hígado.
Sobre el pulmón, dibuja otro pulmón,
el hueso peroné sobre su pierna
y sobre ella, un bisonte que no muere.
Para la aorta, un hilo muy delgado
por el que corren potros y hematíes,
en la yema del dedo principal
un caracol valiente y diminuto
que avanza de aeropuerto en aeropuerto
y jibariza el miedo, los desastres.
Y en la matriz, el mar y sus campanas.
Sobre su cuerpo blanco de dolor,
translúcido en el tiempo desolado
de las flores que mueren sin aliento, 
pinta un cuerpo completo, enrojecido
como un sol vegetal e imprescindible.

(de Atavío y puñal, 2012)

*

Está la cabeza atrapada y seducida. Con viscosa densidad tejemos una tela alrededor. Su peso la desequilibra contra el suelo, como una manzana que Newton olvidó recoger para la cena, o que dejó pudrirse en el árbol mientras la picoteaban los pájaros en el verano de Lincolnshire, o que golpeó indolente con un pie como si fuera un sol molesto en la curvatura de su caída innoble. 

Gravedad y liviandad en la atracción con que los cuerpos se muerden unos a otros, se hacen caer, se envuelven en el lienzo invisible que cosió la mañana. 

Retícula imperfecta del amor. 

Soy a la vez la araña y soy su mosca.

(de Incendio mineral, 2021, Premio Nacional de la Crítica)

*

Sobre el eczema del asfalto corre una hilera de hormigas laboriosas. Ellas conocen el poema de Pound y no le temen a la palabra usura porque en el territorio del hambre no resulta posible imaginarla. Artrópodos de las inmediaciones del lenguaje. 

Escarban bajo tierra por si hubiese otras acepciones más nutricias. No necesitan decir hoja o decir savia para sentir la felicidad extrema de los dientes. No necesitan que yo ponga en su boca nada más que una miga desenvuelta. Pueden hacer suya la ciudad porque la hemos abandonado a su intemperie y ellas pertenecen también al mismo reino de lo invisible que las mendigas rumanas junto al supermercado. 

Cuando están muy cansadas y se duermen sobre los carros vacíos de la compra, los insectos penetran en su sueño. Al fondo del agua más oscura, donde han quedado quietas brevemente, comparten con las piedras su inmovilidad. 

Nada ocurre en la superficie que se irisa con el viento pero en el lodo profundo las larvas se agitan. Mientras el agua duerme, ellas reclaman alimento a los adultos, que les entregan materia líquida regurgitada. 

Entonces recuerdo de golpe que yo también he crecido con palabras que otros lamieron y han masticado hasta la extenuación, como esos chicles rosa con los que termina doliendo respirar. Las han deglutido y vuelto a deglutir dejándolas resecas en su hollejo, pero yo lo chupaba con fruición por si aún soltasen alguna perlita de sabor en mi boca. Las han peinado con morosa severidad o desinfectado cuando sangraba la piel en las rodillas de la infancia. Las han abrigado, vestido de uniforme, desnudado en los hoteles. Las han poseído. 

En el sueño las larvas (las palabras) crecen veloces y avanzan disciplinadamente como niñas enlutadas que llevaran una tela de pañal en la cabeza, madres de otra plaza circular cuyo oscuro grito no termina de agotarse. Cuando el sueño se rasga, la luz primeriza del amanecer descubre a algunas de ellas hilando seda. 

¿Son las moiras? ¿Las ilegibles fulguraciones de la noche que muere? ¿Las que transformaron el cordón umbilical en hilo destrenzado y deglutido?

También está genéticamente determinado su sexo, y se dividen según sus cromosomas. ¿Las palabras? No, los insectos (e insectas). 

Me sobrecoge sentirme tan cerca de su lado, en lo invisible y verdadero que es la piel enfermiza en la ciudad sobre la que caminan sin temor. 

Los científicos las llaman hormigas del pavimento, y cuando las nombran tan objetiva y presuntuosamente, creen cancelar cualquier duda que se hubiese abierto debajo de sus patas, pero lo cierto es que al correr por la piel enrojecida del asfalto, traen la luz y verdad de lo inasible. Son apelaciones radicales de la sombra. 

Las mendigas y yo también lo somos.

con Aníbal Núñez

(de Incendio mineral, 2021, Premio Nacional de la Crítica)

Fotografía: miguel ángel casado

María Ángeles Pérez López (Valladolid, 1967)

Es poeta y profesora titular de la Universidad de Salamanca, donde trabaja sobre poesía contemporánea en español. Como poeta ha recibido varios premios: destacan el Nacional de la Crítica por Incendio mineral, que ha aparecido bilingüe en Estados Unidos (Mineral Fire) y los premios de la Fundación José Hierro y “Meléndez Valdés” por Libro mediterráneo de los muertos. Ha publicado antologías en Caracas, Ciudad de México, Quito, Nueva York, Monterrey, Bogotá, Lima, Buenos Aires y Honduras. También se han publicado antologías bilingües de su poesía en Italia y Portugal. Su libro Carnalidad del frío fue publicado en edición bilingüe en Brasil y Estados Unidos. En 2024 publicó el ensayo poético La belleza de la materia.

Es miembro correspondiente de la Academia Norteamericana de la Lengua Española y ha sido elegida honoraria de la Academia Nicaragüense de la Lengua, hija adoptiva de Fontiveros y miembro de la Academia de Juglares de Fontiveros. Forma parte desde su fundación de la Asociación «Genialogías», volcada en reconocer el legado de las poetas. Por su trayectoria ha recibido en Lima la Medalla Vicente Huidobro que otorga la Fundación del poeta y ha sido distinguida en el Instituto Cervantes de Chicago.


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