Ángelo Néstore: «No preguntes qué es lo queer, sino qué ilumina»

fotografía: arden

Mi cuerpo, este magma 
de folículos y colores y esmaltes 
y formas combinadas.

Mi cuerpo, este alarido
en el que habitan hongos y bacterias
y arañas diminutas,
que se aferran a la vida
con más ímpetu que yo.

Este cuerpo mío,
que se expande y se malgasta
y se defiende inútilmente 
de la muerte.

Que se curva y se retuerce
y se inflama y se calienta,
y que suda y es amargo como el cuerpo de mi padre.

Este cuerpo que es herencia,
tan poco fortuito: nariz italiana, vientre hondo, labios carnosos,
¿por qué no se ha ordenado como el tuyo, madre?

Debería haber algo maleable en lo más profundo,
algo tierno, salvaje, vaporoso,
una dulce zona franca para este deseo,
como cuando mi boca tenía la forma de tu pecho
y no te odiaba.

Porque te he odiado tanto,
he odiado tu piel, tu olor, tus manos,
el timbre de tu voz, tu forma de andar,
tus besos, tus besos, tus besos,
te he odiado tanto, madre,

siempre quise parecerme a ti.

De Deseo de ser árbol (Espasa, 2022)

Para mí, escribir y editar son dos formas de escuchar. Una más íntima, hacia dentro; otra más porosa, hacia afuera. Ambas se alimentan de una misma urgencia: la necesidad de nombrar lo que está a punto de ser nombrado, de hacer espacio para habitar la palabra y hacerla común.

A veces colisionan, claro. Cuando escribo me permito ser absolutamente errática, fragmentaria, torpe, radical. Cuando edito, intento cuidar ese mismo desorden en otres. Me coloco en el lugar del espejo: no para reflejar, sino para distorsionar con cariño, como un agua en movimiento. Creo que ambas tareas, más que coincidir, se rozan, se contaminan, se abrazan.

Editar, para mí, es otra forma de escribir a través de la escritura de les demás. Construir un catálogo es componer una mirada, tomar decisiones políticas, decidir qué voces amplificar, qué cuerpos necesita el lenguaje para expandirse. ¿Y acaso no es eso también escribir? Seleccionar palabras, colocarlas en un espacio compartido, escucharlas respirar juntas. Cuando edito, siento que estoy escribiendo un libro con los libros de otres. Una escritura coral, amorosa, que se abre en lugar de cerrarse.

Letraversal nació como un acto de amor. Amor por la palabra, pero sobre todo por sus desviaciones. Fundar una editorial fue, para mí, una forma de invocar una comunidad que aún no existía, o que no encontraba su lugar.

Editar es una práctica afectiva. Acompañar un libro no es solo corregir comas, sino saber esperar cuando alguien duda, sostener el texto cuando duele, dejar que la voz de une autore diga lo que nunca antes se atrevió, escuchar, escuchar mucho. Y, sí, en ese proceso me descubro en las palabras de les demás. Hay una política en ese gesto: renunciar a la autoría como propiedad para pensarla como multiplicidad. Editar es escuchar otras voces hasta que la tuya se diluye y se vuelve más amplia.

Totalmente. Editar es ser peona del lenguaje, electricista de los matices, albañila de las estructuras. Es corregir, conversar, pero también facturar, lidiar con excels, colocar paquetes en Correos y luego volver a casa a leer poemas, a veces de madrugada. Pero también es una forma de devolver el lenguaje a su dimensión material: el libro como objeto-artefacto que ha pasado por muchas manos, muchas máquinas, muchos cuerpos.

Creo que hay algo profundamente queer en ese trabajo invisible. Porque también ahí, en lo obrero, en lo que no se ve, se produce una revolución: la de construir un libro que no existía. Ponerlo en el mundo con la conciencia de que tal vez nadie lo lea, pero aun así decidir que merece existir.

Quiero hablar del cuerpo sin tener que explicarlo. Quiero que la ternura deje de ser percibida como una debilidad. Quiero escribir una lengua donde la disidencia no necesite justificación.

Quiero inventar palabras que abracen a les que se han sentido fuera de todo diccionario. Palabras raras, torcidas, casi impronunciables, como el balbuceo de un animal que ama. Porque todo lo que no se ha dicho aún está esperando ser pronunciado, y quizás la poesía es eso: la obstinación de seguir nombrando lo innombrado.

En Ramonera, de Elvis Guerra (poeta muxe de Juchitán, en el istmo de Tehuantepec) ocurre algo que me atraviesa. Para quienes no lo sepan, les muxes son personas que, dentro de la cultura zapoteca, encarnan un tercer género reconocido ancestralmente. No son “hombres que se sienten mujeres” ni viceversa, sino una identidad propia que desborda la lógica binaria occidental. Elvis escribe desde ese lugar otro, y lo hace en zapoteco, una lengua que, como su cuerpo, ha sido sistemáticamente invisibilizada.

Además, Ramonera no es solo un libro de poemas, es una autotraducción. Elvis escribe el texto en zapoteco y lo vierte al castellano. No para hacer que lo entiendan, sino para sostener ese diálogo íntimo entre sus lenguas, entre sus mundos. La autotraducción, en su caso, no es una herramienta técnica: es una forma de escucha radical. Escucha hacia dentro, hacia sus raíces, y hacia fuera, hacia quienes aún no han aprendido a oír las voces que no suenan como se espera.

Publicar el libro en formato bilingüe no fue solo una decisión estética: fue un gesto político. Un modo de decir que las lenguas minorizadas no necesitan traducción para legitimarse, pero que cuando se traducen a sí mismas, pueden revelar otras lógicas, otros afectos, otras formas de estar en el mundo. Como editora, ese tipo de proyectos me recuerdan que el lenguaje no es un molde, sino una grieta.

Me interesa crear un catálogo que gire en torno a una mirada queer sin necesidad de definirla, sin volverla eslogan ni categoría. Una mirada que no pregunte qué es lo queer, sino cómo se desliza, qué toca, qué incomoda, qué ilumina. Que no imponga etiquetas, sino que acompañe los desplazamientos. Que no piense el catálogo como una serie de productos, sino como una conversación coral, inacabada, llena de silencios y titubeos, como toda voz que se sabe en proceso.

Con arrojo y con ternura. Con una escucha radical que no pretenda corregir al otre, sino dejarse transformar por lo que trae. Desarmar el lenguaje es también desarmar la violencia que lo habita. Romper el género gramatical, decir «elle» donde antes se callaba, dar voz a experiencias mestizas, en tránsito, a lo cursi como forma política de habitar el mundo. Dejar que los adjetivos no concuerden. Que el poema galope, cojee, respire mal. Que no se entienda del todo.

Ahí nace lo utópico: cuando permitimos que el lenguaje se vuelva un lugar donde los cuerpos desahuciados del mundo puedan, al menos por un verso, ser dioses.

Recomiendo escuchar a les poetas que no tienen aún libros publicados. A les que hacen poesía sin saber que “eso es un poema”. Recomiendo las editoriales pequeñas que hacen milagros sin subvenciones. Los festivales disidentes, los fanzines mal grapados, los recitales en casas ocupadas. Porque ahí, justo ahí, se está inventando el lenguaje que vendrá.

Mi organismo favorito no se ve. No tiene nombre, ni rostro, ni biografía. Vive en los párpados, en la grasa de la mejilla, en la comisura de los labios. Es una colonia de bacterias, de millones de seres microscópicos que me habitan sin que yo les haya dado permiso, pero que cuidan de mí. Que regulan, que equilibran, que defienden.

Me gusta pensar que en mi cara hay un ecosistema que desconozco. Que mientras duermo, mientras hablo, mientras amo, hay pequeños organismos haciendo su trabajo invisible. Que nunca estoy sola. Que siempre hay vida conviviendo conmigo. Y es que hay algo profundamente queer en esos seres diminutos que hacen posible la vida sin pedir protagonismo.


Si mi madre entendiera castellano y leyera mis poemas

Si mi madre supiera que su hijo quiere ser madre

cogería el primer vuelo para España.
Encogería las piernas,
se amputaría los brazos,

se partiría la columna,

engulliría una a una sus muelas y sus sesenta años.
Se haría cada vez más pequeña,

se inventaría un idioma,

balbucearía de nuevo
para ser mi hija.

De Actos impuros (Hiperión, 2017)

Porntube

«La Manada», «Manada», «San Fermín» y «violación» 
son tendencias en la versión española de Porntube.
Público, 30 de abril de 2018

El niño adolescente que abre Porntube en una ventana de incógnito
no está pensando en la muerte,
pulsa el ratón con insistencia
para que se cargue el vídeo, y espera.

Abre los muslos inmaculados,
se toca con la mano izquierda.

En la pantalla una mujer gime en bucle rodeada de cinco hombres,
mantiene los ojos cerrados,
pero en eso el niño no se fija.
Con él crece el número de visitas:
el niño suma a otro niño,
a miles de niños, su soledad,
acepta las cookies con la fe ciega de quien acepta la eucaristía,
se siente parte de una comunidad,
de un todo, un solo ojo Polifemo,
una navaja que penetra a la misma mujer.

El niño que abre Porntube en una ventana de incógnito
y que ve a una mujer rodeada de cinco hombres,
y que no está pensando en la muerte,
y que no ve en esa escena un entierro,
algún día me venderá el pan,
me pedirá la documentación,
me llevará a casa en el autobús,
firmará sentencias, chasqueará los dedos,
deseará escupirme cuando me oiga hablar de mí en femenino,
me mirará siempre con ese destello de navaja
en el código binario de sus ojos.

De Hágase mi voluntad (Pre-Textos, 2020)

Salomé Ballestero
Consejo editorial Anfibia

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